Alcahuetas, hechiceras y velas: más magia sexual en la Edad Media
165.000€. Es lo que la pitonisa Lucía Martín cobró por un remedio de amor al empresario José Laparra, expresidente del C.D. Castellón. Como muchos sabréis la pócima no funcionó (o Laparra no supo realizar bien el ritual), y como Lucía Martín se comprometía a devolver el dinero si sus conjuros no funcionaban, José Laparra se presentó en la casa de ella en Magallón (Zaragoza) a por su dinero. El resto de la historia es carne de juzgado: supuesto delito de allanamiento de morada, supuesto delito fiscal… No obstante, cuando encontré la fórmula del remedio de amor para el ritual que debía llevar a cabo el expresidente del Castellón, mi vena de especialista en sexualidad medieval se desató: ¡en la Edad Media éramos mucho más originales! ¡Lo hacíamos mejor! ¡Nos lo montábamos mejor!
Para empezar, algunas de nuestras hechiceras más solventes se dedicaban no sólo a la magia sino a la alcahuetería. Trotaconventos, la alcahueta de El libro de Buen Amor, consigue que en un principio una inalcanzable muchacha se pliegue finalmente a todos los deseos del arcipreste, tal vez gracias a la magia como sospechaba Juan Ruiz. Y es que cuando las palabras dulces, los halagos, las promesas, los regalos… no sirven, la alcahueta se ve obligada a sacar el armamento pesado, la magia. Además, no pierde clientes. Lo mismo le ocurre a Celestina, alma mater de la Tragicomedia de Calixto y Melibea, obligada a conjurar al demonio para hechizar una tela que regala a la inexpugnable Melibea. Llegados a este punto el lector me podrá criticar que Celestina y Trotaconventos pertenecen al mundo de la literatura, y que por tanto sus remedios funcionan porque el autor así lo quiere. Cierto, es verdad, pero no olvidemos que Trotaconventos y Celestina se dedican a algo económicamente más seguro y viable que la magia, la alcahuetería. Y que los testigos presentados ante la inquisición en procesos de hechicería a los que ya dedicamos un post, hablan tanto de los remedios que funcionaron como de los que no tuvieron resultado alguno. Estos últimos clientes, al igual que Laparra, no dudaron en reclamar a la hechicera el dinero que habían invertido en el remedio amoroso… porque en la Edad Media ya existía el pago por adelantado. Pero estas mujeres que se dedicaban a comercializar con conjuros tenían respuestas bastante elocuentes para explicar el supuesto fracaso de sus remedios. La primera excusa que daban era que a la magia hay que darla tiempo. La segunda es que la persona a la que se quiere enamorar ha sido hechizada antes por una tercera persona y claro, se necesita un conjuro mucho más poderoso para lograr el objetivo. Pura y dura elocuencia.
Como bien dije, fueron los ingredientes del remedio amoroso los que desataron mi vena más medieval. A grandes rasgos parece ser que el interesado debía lavarse con el agua en la que previamente habían estado sumergidas unas flores durante 40 días, y después debía frotarse el cuerpo con tierra de cementerio. ¿Agua y flores para encontrar el amor? Sin ánimo de desmerecer, prefiero los ingredientes de mis hechiceras medievales, pero porque son mucho más espectaculares y sexuales. Tenemos el típico ritual que necesita de un botón del pantalón del hombre para surtir efecto, una agujeta de la bragueta como ellas dirían. Otro en los que se fabrica un bebedizo cuyo ingrediente estrella es la sangre menstrual, así como un remedio que sólo funciona si lleva bello púbico de ambos implicados. En otros es necesario conseguir sal de tres prostitutas. Aunque el más radical que yo encontré fue el de una hechicera que preparaba velas mágicas con el semen de su amante, y sí, parece que funcionaban. Veis? Tal vez no consiguieran el resultado esperado, pero al menos en la Edad Media eran más originales.